lunes, octubre 26, 2009

Breve relato: El día en que brotaron flores del pavimento, parte 4 y final

Era como si la calzada se hubiera transformado en un gran pastel, partido por la mitad: el cemento, y la tierra bajo el cemento, estaban destruidos de forma irregular, la calle simplemente no existía más, y menos la estructura normal de la ciudad. La grieta se extendía cruzando grandes moles de edificios, y algunas casas incluso caían dentro, la zanja abriéndose más a cada metro que avanzaba.

Aida miraba todo en forma estupefacta. Las personas comenzaron a salir de sus casas con un asombro auténtico, gritando, murmurando palabras extrañas. Aida creía que era soberanamente estúpido que nadie hubiera oído nada en todas esas semanas, porque desde el fondo de la tierra algo monstruoso parecía querer salir. Los miraba con sorpresa, mientras se arropaba un poco más, en la mañana fría.

La calle terminó de quebrarse con un sonido sordo, al que las personas respondían con un gesto de terror. Los niños se cobijaban en las faldas de sus padres, los ancianos sacaban a relucir su mejor repertorio religioso. Los jóvenes abrián la boca sin decir nada.

Para cuando la pareja de Aida llegó a su lado, presa del miedo, ya se había producido el fenómeno más hermoso de todos, y a la vez, el más espeluznante: unas flores de un color rosa pocas veces visto en la Tierra comenzaban a trepar por las paredes de asfalto destruído, salían como una enredadera en pleno período de reproducción, con pétalos y hojas gigantes, y a la vez, más pequeños. Eran toneladas de una masa rosa, insoportablemente destructiva. Subían por los pocos semáforos que se mantenían en pie, desde allí descolgaban sus zarcillos plenos de brotes nuevos, y las flores continuaban avanzando, en su paso de animal verde, de marcha vegetal alucinante.

Aida se tapó la boca con espanto, y su pareja la abrazó con fuerza. Los edificios y las casas, los autos, todo era inundado por la masa rosada de flores, que de a poco abrían sus corolas, se extendían, se desperezaban, se mostraban al sol naciente. Una a una, comenzaron a mostrar sus pistilos, sus estambres, cada parte de un color rosado distinto.

Y así, de pronto, un perfume delicioso inundó al aire fresco. Cada flor dejaba escapar una esencia invisible, un polvo raro, casi imperceptible. En suma, eran una gran fábrica de perfume, todas al cien por ciento.

Las personas empezaron a tambalearse, sumergidos en un sueño pesado, como una tumba. Cada cual cayó en un momento, los niños, los abuelos, los adultos, todos, dormidos en medio de una cama rosada de flores, la que ahora se extendía por casi toda la ciudad.

La pareja de Aida resbaló por un costado, tratando de resistir al sueño, sin éxito. Pero Aida no. Ella no caía. No pensaba dormir, ni tenía ganas. Las flores eran hermosas. El perfume era perfecto. Era una mañana bonita. Daban ganas de ir de paseo. ¿Por qué no sentía miedo, o tristeza, o desesperación?

Y contemplando el mar destructivo de bellas flores rosadas, Aída estalló en una risa nerviosa, una risa sin comparación, histérica, desquiciada, hasta que se quedó sin aliento.
Era el paisaje más hermoso que jamás había visto.
Ahora todos debían entenderla. sin duda. Ahora todos estaban dormidos.

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