lunes, junio 25, 2007

el resto, a mí, no me importa

Mi novia siempre me dice que soy "perseguida": me preocupo por cómo me ven los demás, si alguien se me quedó mirando más tiempo del normal, y toda esa clase de cosas. De hecho, este sábado recién pasado fui a andar en bicicleta (asumiendo el riesgo de agarrarme alguna "itis" por el frío y el viento) y como todo estaba lleno de barro y lodo y tierra, quedé como si hubiera ido a un spa: forrada en el elemento Madre, mezclado con agua, sobre la chaqueta, sobre mis calzas para andar en bicicleta, sobre mi polerón.

Al llegar a casa, le comenté a Elisa que al parecer la gente se reía al verme bañada en barro, pero haciendo deporte igual. Ella me contestó: "No, realmente no se fijaron en tí. La gente no se fija en los ciclistas, es más, la gente no se preocupa de nadie, ni de nada. A nadie le importa el resto."

Me quedé un poco perpleja. Es verdad, me preocupo bastante por cómo me ve el resto o cómo me percibe el resto, aunque no me desvelo por ello. Sin embargo, la respuesta desoladora de mi novia, con su típica frialdad pragmática, simplista, me hizo pensar en que es cierto, que la gente no da un peso por nadie más, excepto si es un familiar, y eso con suerte.

Es como una especie de ceguera, de bloqueo egoísta, pienso. No creo en eso de la bondad per sé, no creo en eso de ser siempre gentiles hasta que alguien te pase por encima (que es lo más seguro que suceda), pero sí creo en que todos estamos conectados, y en que tarde o temprano, dejar o no dejar de ayudar a alguien influirá en la propia rutina, en la propia vida. ¿Es muy difícil de imaginar, si estamos en una ciudad tan pequeña, y tan colmada de gente?

Es iluso ser majadero en estos términos y más en estos tiempos, donde nadie se preocupa por el "otro". Las consecuencias siempre están a la vuelta de la esquina, sin embargo, y parece que nadie las percibe. Una vez mi madre se salvó de ser asaltada por ayudar a un delicuente en su trabajo: mi vieja recibía a los detenidos en un tribunal, y simplemente se le ocurrió ofrecerle una taza de té, porque estaba pasando mucho frío y no había tomado desayuno. Su paga fue grande: el delincuente le prohibió a un colega suyo que asaltara o hiciera daño a esa mujer, sólo por ese gesto.

A mí sí me importa el resto. No me desvivo por nadie, pero si puedo ayudar a alguien, lo hago, y sonriendo. Detesto profundamente la individualidad de estos días, detesto la falta de conciencia, detesto la ceguera y el egoísmo al que nos han acostumbrado.
Siempre digo: "me puedo encontrar con esta persona en un mal momento, puede que me ayude como yo lo he hecho con ella...", aunque no esté ni cerca de la realidad.

No importa. Díganme ilusa, soñadora y todo eso, pero hay que cambiar actitudes: el ser humano va directo a la perdición, si no sabe mirar hacia el lado, con un poco de sensibilidad y con un buen resto de racionalidad.

lunes, junio 11, 2007

un día en que las calles perdieron su sentido

Traté de dormirme, traté de que el asiento fuera más gentil y que el frío no me toqueteara las manos y los pies con dedos de hielo, pero no pude.
Me quedé despierta mirando fijamente por la ventana, mientras íbamos por la carretera.

Entonces, el camino al trabajo se volvió calles, más y más calles. El bus y su chofer no quisieron ir por la avenida de siempre (la antigua San Pablo, plagada de edificios bajos), y se fue culebreando por otros caminos de cemento, Almirante Barroso, Maturana, Brasil, pasando hasta por la casa de mi jefe.

Y de pronto, todas las calles perdieron total sentido. No había norte, ni Alameda, ni Panamericana. Los minutos se alargaron al doble o al triple, así que decidí asumir que la tardanza era algo inherente a mí misma, que no importaba llegar tan pronto, y que sería mil veces mejor mirar hacia afuera, para ver detalles.

Una iglesia evangélica con polvorientos frisos y adornos neoclásicos lucía un color verde epiléptico, mientras a su lado una fábrica de muebles luchaba por la supremacía de la cuadra mediante ariales, impacts y otras fuentes pintadas a mano. Entre el bus y la vereda había un auto, y dentro del auto, un niño dibujando pollitos en el vidrio empañado. Y por la vereda, una señora con bata, con ondulines en la cabeza, barriendo, con ese frío que hace que uno quiera quedarse en cama. ¡Y ella barría con toda calma!

El bus siguió su camino desconocido, como dije, no había norte ni sur, sólo habían casas bajas, cités, rejas oxidadas, bonitas plantas colgando de balcones mohosos y gente apresurada. Una chica con una mochila color calipso nos sacaba ventaja a paso veloz, ¿realmente era mejor ir en el bus?

Los pasajeros empezaron a darse cuenta que era tarde: más de 20 minutos perdidos entre calles antiguas y motores roncos. Pronto nos acercamos a Panamericana (como por milagro, ni supe cómo lo hizo el chofer), para bajar todos apurados y molestos, como ya es tradición. Y ahí estaba el frío y la tardanza, otra vez.

Esa fue la mañana en que las calles habían perdido su sentido, magníficamente.
Misteriosamente, tal vez.