Yo acostumbraba ser
una niña bien,
una mujer de gustos clásicos,
alguien muy polite,
con una pronunciación perfecta
del idioma español.
Era del colegio de monjas
la que siempre representó los valores
de la institución,
aun sin quererlo,
porque tal vez mostró
eso que llaman
sensibilidad y sentido común
un bien escaso
y harto difícil de cultivar.
Siempre fui la artista
(tal vez incomprendida)
pero siempre admirada
por unas pocas
que querían saber cómo dibujar
un pollo con un solo trazo.
Gran cosa, me decía,
y les sonreía.
Regalarles lo que sé hacer mejor
siempre me resulta deleitoso.
Y de pronto entendí perfectamente
que las monjas eran cualquier cosa
menos santas o iluminadas
y que con suerte eran humanas.
De ahí entendí,
que eso de clásico,
de bien, de polite,
era otra forma de decir
"eres lo que esperábamos",
"eres un buen prototipo de dueña de casa",
"eres alguien seguro y predecible".
Después de mucho, mucho tiempo
vengo a entender lo equivocada que estaba
al pensar que el fuego era hermoso,
nada más que desde un punto estético, si se quiere:
tal vez era una forma bonita y educada de decir
"qué lindo se vería el colegio incendiándose,
si la única Iglesia que ilumina es la que arde..."
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