Estaba en una ciudad pequeña, porteña. Era todo tan azul, que recordaba a ciertas ciudades del sur de Chile, o tal vez más como del Mediterráneo, donde todo está lleno de contrastes cromáticos, bañadas las rocas por un sol fuerte y directo. Había embarcaciones atadas a un muelle sencillo, de madera oscura. Las casas eran pocas, y todas pintadas de blanco o celeste. El verde sólo pertenecía a las plantas y árboles, abundantes y hermosas.
Eso sí, lo mejor del sueño, era su mar intenso, transparente y tibio. Tropical, puede ser. Y era tan sencillo nadar ahí, sin prisa, como saboreando cada momento. Uno podía ver los maderos bajo el agua, las burbujas luminosas, el sol filtrándose desde arriba. Hace mucho que no estoy en contacto con el agua de mar, ni menos con la inmensidad de su azul.
Sin embargo, el sueño tenía un acento de prisa, de deber, como cuando uno va con poco tiempo a un lugar hermoso. Así y todo era precioso. Estaba ahí mi madre, al parecer. Yo sólo recuerdo cómo se veía mi piel bajo el agua, mientras buceaba. Era una niña de nuevo.
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