Una mujer de edad madura le escribe cartas a otra, en sus años de viajes por el mundo, de premios, de artículos en diarios y magazines, y también en medio de cierta solapada polémica. Una es Gabriela Mistral, la otra es su secretaria. Dicen que sus cartas son profundas, sinceras, llenas de un amor que puede tomarse de mil formas distintas, si uno tiene un criterio relativamente humano. (por acá a un review al respecto)
En el fondo, puede ser un epistolario como cualquier otro, pero en el escenario pseudo conservador actual, ese que se pasea ufano y orgulloso por las capillas y centro sociales de barrio alto, varias voces se levantan con espanto, diciendo que toda la obra de Gabriela Mistral podría irse al tacho por lo que ellos han interpretado como "una orientación sexual diferente". Algunos lo disimulan bien, negando suavemente la obra, o tergiversando su naturaleza transparente.
Resulta morboso, anacrónico y pusilánime, considerar que la obra de semejante creadora nacional pueda verse menoscabada por su orientación sexual. Si su amor, finalmente, fue su secretaria, la joven Doris Dana, bien por ella. Si una mujer que conoció la pobreza, la aridez de las tierras y de la naturaleza humana, finalmente mantiene un amor de esos de cuentos por medio de una serie de cartas, y por qué no, en la vida misma, es una bendición.
En estos tiempos es cuando lo que más importa en una persona es lo que logra hacer con sus talentos, lo que aporta al mundo, lo que deja sobre la faz de la tierra. Si Gabriela Mistral pudo dejar letras llenas de un sentimiento único, si pudo plasmar en sus libros lo que la hacía llorar y reír, y por eso pudo ganarse un Nobel, es suficiente para rendirle homenaje, para estudiarla, para leerla, y soñarla incluso.
Y nada de lo anterior tiene que ver con ser o no ser lesbiana, o gay, o bisexual. Tiene que ver con la calidad humana. Y tiene que ver con la esencia del espíritu que caracteriza a los iluminados de nuestro tiempo.