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Desde hacía poco, sólo unas semanas, Aida había comenzado a despertarse por unos ruidos poco comunes, subterráneos, como garras de animales feroces, gigantes, como un temblor crujiente y consistente bajo la superficie cotidiana.
En la mañana, Aida despertaba alterada, observando atentamente si dos pisos más abajo el suelo mostraba algún cambio. Y nada, no había nada, excepto un par de perros mordiéndose entre ellos, gente que caminaba hacia el trabajo, autos, buses. Y casas.
El ruido era poderoso. Cada mañana era lo mismo, pero Aida estaba convencida que era la única que lo sentía, su pareja dormía plácidamente, sin escuchar nada, lo que volvía loca a Aida. La ducha no le quitaba esa inquietud, ni la apaciguaba, sino que la dejaba más atenta.
Para ese momento, al salir de la ducha, ya no había ruido alguno. Era todo como siempre. Un perro ladraba a lo lejos, y un bocinazo eclipsaba el sonido perruno.
Por eso, Aida odiaba las mañanas: hacían que se sintiera sola e incomprendida. Era como saber que un desastre se aproximaba, y no poder compartirlo con nadie.
Era como estar en medio de la nada.
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