No creo haber contado en este medio de mi abuelo Domingo, el último que me queda. Siempre ha sido un personaje distante, de palabras cortas, pero no por eso menos cariñosas. De hecho, a través del tiempo, su afecto se ha demostrado más por medio de gestos que de palabras, y su presencia, del mismo modo, es casi nula.
Desde el mes de julio de este año que mi abuelo está en una larga y excesivamente enfermiza visita acá en Santiago, porque vive originalmente en Puerto Cisnes, en la XI región. Llegó, y a los 4 días cayó al hospital, y así se ha llevado de mal en peor, contando ya cuatro hospitalizaciones, al menos 6 millones de pesos en gastos e infinitos niveles de estrés por parte de sus hijos, sus nietos, su pareja (quien no es mi abuela) y otros que no vale la pena mencionar.
El tema es que han pasado tantos años desde que mi abuelo decidió partir al sur, en forma autónoma, sin preocuparse de sus hijos y su esposa, y provocando aún más distancia emocional, además de la distancia física; ha sido ya tanto el tiempo y el cariño perdido y diseminado, que el hecho que se vea convertido en un atado de huesitos que apenas respira, en una cama de hospital, o en la casa de mi madre, con pañales y todo eso, es una gran y lamentable paradoja de la vida. Mejor dicho, de su vida.
Desde su voz hasta la fuerza con la que determinó siempre su vida, todo ha ido en bajada lentamente, y uno de sus tres hijos, que creo que ya he mencionado antes, no quiere ni verlo, no lo acepta en su casa ni menos tiene intención de llegar a cuidarlo nuevamente. Actualmente, la naturaleza humana le cobra a mi abuelo sus cuentas por querer domar el sur, sus ansias de ser libre, el eterno expedicionario armado con un cuchillo montañés y una cacerola, todos sus sueños positivos, sus frases más plenas de vida, y todo lo que supo descubrir (sin divulgar, claro). La vida, así, se dibuja como una paradoja lamentable, pero aún así completa, amarga, y así y todo, sin ninguna clase de ataduras.
Lo he visto ya varias veces "en las últimas": en un hospital, en la casa de mi tío, en una casa de una persona X en la playa, a punto de estirar la pata, y con la extremaunción como corona, pero no se entrega. No quiere pasar el mando. Tiene miedo, tiene rabia, está cansado, ama profundamente, y del mismo modo, se distancia, y de nuevo, es el padre y abuelo viajero, que no se sabe cuándo se irá al sur, o si vendrá para el verano. ¿La diferencia? Ahora vuela con los ojos más ciegos, medio sordo, sentado sobre un protector de colchón de plástico. Y con un catéter puesto en un brazo.
Mi madre, por suerte, se lo toma a la ligera, o al menos, eso es lo que me dice. Sin embargo, mi abuelo siempre ha tenido esa brillante cualidad de llegar a alborotar los ánimos a Santiago con todas las pompas posibles. Ahora quiso hacer algo semejante, y lo está logrando, con costos bastante altos, y no hablo de dinero.
Sólo espero que las cosas salgan bien, que al menos mi abuelo encuentre tranquilidad, y que se apague, si tiene que apagarse, con paz y no con sufrimiento, porque ya con tanta enfermedad encima, y con tanto desgaste, su cuerpo no resiste del mismo modo. Su alma, eso sí, resiste más que ninguna, como siempre lo ha hecho.